Esperanza
Sentado frente al periódico, con la taza de café quemándole los labios, no podía evitar pensar que en cualquier momento pasaría algo que cambiaría su fatídico destino. Sobre la mesa se desparramaban la cartera, el móvil, un libro, y dos docenas de fotos ajadas. En la barra un señor en silla de ruedas llora la desgracia de su hermana, mientras una rubia entrada en años le consuela con otro whisky. Ya perdió la cuenta.
No deben ser más de las tres de la tarde. Las noticias del periódico, heridas de antigüedad en su nacimiento, no reflejan más que los ecos de un mundo que parecía distinto cuando fueron escritas. Los ojos de nuestro protagonista las repasan sin prestarle atención. Su cabeza bulle con otras ideas, con otras verdades, más preñadas de futuro que de recuerdo.
Intentando organizarse, racionalizar lo que ocurre, pide otro café. Sigue esperando. El torbellino de emociones no desciende, pero el contacto conocido con la taza, el sabor amargo raspando su garganta, le confortan. Le recuerdan tiempos mejores. Una época feliz, relajada, sin los problemas del presente. Y eso que fue ayer. No ha pasado siquiera un día entero desde que se produjo ese cambio. Ese alboroto.
Debería pasar en cualquier momento, se repite de forma machacona nuestro compulsivo bebedor de café. Será demasiado tarde, se pregunta. La desesperación hace intentos de atraparle.
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